China logró recuperar 5 millones de hectáreas de desierto con una impresionante “Muralla Verde”

Durante décadas, el desierto de Gobi se presentó como una amenaza creciente para el norte de China. Este vasto mar de arena, que abarca más de 1,3 millones de kilómetros cuadrados entre China y Mongolia, avanzaba sin tregua sobre tierras fértiles, arrasando con cultivos, pastizales y hasta pueblos enteros. Frente a esta amenaza silenciosa, el gobierno chino emprendió uno de los proyectos ecológicos más ambiciosos del mundo: la creación de una “Muralla Verde”, una extensa franja de árboles que logró contener el avance del desierto y recuperar más de 5 millones de hectáreas productivas.
El desierto de Gobi no es solo un paisaje inhóspito: representa un desafío histórico para China. A partir de los años 60 y 70, con el impulso del crecimiento económico, se intensificaron las actividades urbanas y agrícolas en zonas cercanas al desierto. La deforestación y la expansión del cemento sobre áreas previamente cubiertas de vegetación debilitaron las barreras naturales contra la desertificación, acelerando el proceso de expansión del Gobi.
Ante esta situación crítica, en 1978 se lanzó el proyecto oficial de reforestación conocido como el Gran Muro Verde o Gran Muralla Verde. A diferencia de su homónima construida con piedra y ladrillos siglos atrás, esta nueva muralla se construyó con raíces, hojas y millones de árboles plantados por campesinos, científicos, voluntarios y personal del gobierno.
La iniciativa abarca más de 3.000 kilómetros de extensión y tuvo como meta frenar el avance del desierto en el norte del país. Se eligieron especies resistentes como tamariscos y pinos adaptados a climas extremos y suelos poco fértiles. Con el tiempo, se incorporaron innovaciones como el riego por goteo, barreras para frenar el viento, y más recientemente, tecnología de monitoreo satelital y drones para planificar las plantaciones y controlar su evolución.

Los desafíos fueron enormes. Muchos árboles no sobrevivieron en los primeros años debido a las duras condiciones climáticas y la escasez de agua. Pero el aprendizaje constante permitió mejorar las técnicas y optimizar los recursos disponibles. Con el paso de los años, la reforestación dio sus frutos. Para finales de 2024, la cobertura forestal total de China superó el 25 %, un salto significativo si se considera que en 1949 apenas alcanzaba el 10 %.
Gracias a esta política de largo plazo, más de 50.000 kilómetros cuadrados de tierra –el equivalente a 5 millones de hectáreas– fueron recuperados para la producción agropecuaria. Esto no solo ayudó a frenar las tormentas de arena en diversas regiones del norte, sino que también permitió el establecimiento de nuevas comunidades rurales y mejoró la seguridad alimentaria del país, una de las prioridades de Pekín.
El proyecto de la Muralla Verde también responde a una estrategia geopolítica más amplia: repoblar regiones históricamente deshabitadas, fortalecer la autosuficiencia alimentaria y generar valor económico en áreas antes improductivas. Hoy, las tierras que alguna vez fueron invadidas por dunas ahora albergan cultivos, pasturas y pequeñas economías regionales que alimentan a millones de personas.

Sin embargo, el desafío no ha terminado. El desierto de Gobi aún avanza en algunas zonas, y el cambio climático, la sequía prolongada y la presión humana siguen siendo factores de riesgo. Las autoridades chinas reconocen que el proyecto requiere ajustes constantes y vigilancia permanente.
A pesar de todo, el legado de la Muralla Verde ya está escrito. Es un símbolo poderoso de resistencia ecológica, de la capacidad de adaptación frente a las amenazas naturales y del equilibrio posible entre desarrollo y naturaleza. En tiempos de crisis climática global, esta experiencia se convierte en un faro de esperanza y en una muestra concreta de lo que puede lograrse con decisión política, ciencia aplicada y trabajo colectivo.